lunes, 27 de agosto de 2007

Despertares


Desperté de un sobresalto al sentir una punzada en la espalda; la alfombra redonda de líneas suaves debió de convertirse en un picador de hielo con la intención de hacerme pedazos toda la noche. ¡Mierda!, ¿cómo fue posible que me quedara dormida sobre el suelo? No daba crédito. Como mínimo necesitaba un colchón mullido, silencio y oscuridad; las tiendas de campaña quedaron relegadas a la adolescencia y no las echaba en falta al reservar habitación en un hotel de cuatro estrellas. Y además, ¿por qué me venció el sueño en una circunstancia que me habría mantenido en vela hasta el amanecer reordenando rompecabezas de forma neurótica?

No entendía nada, y menos que en esa estancia no hubiese relojes. ¡Por todos los diablos, estaba en la madriguera! C. Blanco vivía sometido a ellos. ¿Qué hora sería? Separé las cortinas para llegar a alguna conclusión a través de la posición del sol en el cielo pero no alcancé ninguna; me oriento mejor sobre el asfalto, aunque no demasiado. ¿Por qué olvidaría el móvil en casa? Dejé de hacer conjeturas y de echarme en cara mis manías, como la de llevar las muñecas libres de accesorios. Recogí la cazadora de cuero rojo casi al vuelo para salir como un bólido, no sin antes acercarme al espejo del recibidor para dar forma a mi peinado; temía llegar tarde al trabajo, pero no tanto.

Mientras borraba con los dedos las marcas de rímel del párpado inferior, un reflejo en la mesa de mármol me descubrió el sobre que había pasado inadvertido horas antes. Llevaba mi nombre. Lo abrí rasgándolo con firmeza; me divierte más que los bordes queden irregulares a usar un cortaplumas. El texto manuscrito de C. Blanco rompía la relación como un estilete afilado trasladándose a otro país. Nada nuevo, esto sí era fácil de entender sin caer en análisis compulsivos que nunca llegan al razonamiento correcto. En compensación me cedía la madriguera. Al principio me provocó náuseas. Luego pensé en todo el dinero que me iba a ahorrar en alquiler.

Imagen :: Alicia

"Curiorífico y rarífico"


C. Blanco desapareció como por arte de magia. No era la primera vez que un hombre se volatilizaba como si lo hubiese tragado la tierra pero estaba segura de que ese no era su estilo; solía visitarme con puntualidad británica una vez a la semana, llamando al timbre con buenos modales acompañados de pastas de canela. Tras un mes de ausencia decidí tomar cartas en el asunto. Mi curiosidad pudo más que su firme oposición a que frecuentara su casa ante el qué dirán. “Esa panda de chismosos nos pondrían verdes con sus malditas reglas victorianas. Mi reputación se iría al traste si descubriesen lo nuestro. ¡Por amor de Dios o de la Reina! ¡Soy un político de prestigio! ¡Rodarían cabezas!”, y yo aceptaba sus condiciones para seguir viéndole aunque la farsa de las apariencias me importase un rábano.

Cuatro mutis por el foro sin una cancelación en toda regla mediante una nota o una llamada telefónica me pareció motivo más que suficiente para romper nuestro acuerdo tácito. Sin pensármelo dos veces cogí las botas y me adentré en el bosque. Reconocí el camino pese a que no pisaba aquel lugar desde hacía años; el arroyo me servía de guía.

Al llegar a la madriguera no vi ni un resquicio de luz bajo la puerta entreabierta. Entornándola con el menor ruido posible, entré. Encendí un mechero para hacerme una vaga idea de la escena y no romperme la crisma con cualquier obstáculo hasta que mi vista se adaptó a la oscuridad y palpé el interruptor en la pared derecha.

Todo parecía en orden, casi escrupuloso. Lo único que lo alteraba era aquella botella vacía de absenta dejada caer sobre la mesa al lado de una pajarita de raso negro. Al contemplarla, dos palabras martillearon una y otra vez mi mente: “Rodarían cabezas”. Dibujando un círculo, acaricié con mi dedo índice la boca del cristal para recuperar las pocas gotas que aún rezumaba. Como si fuera un bálsamo, las extendí sobre los labios. Me acurruqué en una esquina y cerré los ojos sin percatarme del sobre que descansaba en la repisa de la chimenea. Decidí quedarme allí. Era demasiado tarde para retroceder.

Imagen :: K

domingo, 26 de agosto de 2007

A través del agujero de gusano.


Nuestras decisiones son los agujeros de gusano de la manzana. O del tiempo. Partiendo de un punto elegimos entre la bifurcación de varios caminos que al final nos hace caer en la cara verde o roja de la fruta. El color de la escalera de salida depende de la madurez de la elección, de las semillas que obstaculicen el avance, de la carnosidad o dureza de la pared a atravesar, o simplemente de la jodienda del destino.

Yo me lancé por un agujero persiguiendo un conejo a través de un sendero de maravillas sin medir las consecuencias. Ya se sabe, era joven. El viaje en común nos convirtió en amigos que compartieron pastas y azúcar los días de no-cumpleaños. Después, el tiempo y no los brebajes mágicos me creció en mujer y a él le mutó en gusano.

Por eso recalé en el lado rojo de la madriguera, por perseguir conejos que se convierten en gusanos. Y aquí pienso quedarme a compartir historias o cortar cabezas. Si te soy sincera, no debería quejarme; no está tan mal, otras besan sapos.

Imagen :: Alicia