Desperté de un sobresalto al sentir una punzada en la espalda; la alfombra redonda de líneas suaves debió de convertirse en un picador de hielo con la intención de hacerme pedazos toda la noche. ¡Mierda!, ¿cómo fue posible que me quedara dormida sobre el suelo? No daba crédito. Como mínimo necesitaba un colchón mullido, silencio y oscuridad; las tiendas de campaña quedaron relegadas a la adolescencia y no las echaba en falta al reservar habitación en un hotel de cuatro estrellas. Y además, ¿por qué me venció el sueño en una circunstancia que me habría mantenido en vela hasta el amanecer reordenando rompecabezas de forma neurótica?
No entendía nada, y menos que en esa estancia no hubiese relojes. ¡Por todos los diablos, estaba en la madriguera! C. Blanco vivía sometido a ellos. ¿Qué hora sería? Separé las cortinas para llegar a alguna conclusión a través de la posición del sol en el cielo pero no alcancé ninguna; me oriento mejor sobre el asfalto, aunque no demasiado. ¿Por qué olvidaría el móvil en casa? Dejé de hacer conjeturas y de echarme en cara mis manías, como la de llevar las muñecas libres de accesorios. Recogí la cazadora de cuero rojo casi al vuelo para salir como un bólido, no sin antes acercarme al espejo del recibidor para dar forma a mi peinado; temía llegar tarde al trabajo, pero no tanto.
Mientras borraba con los dedos las marcas de rímel del párpado inferior, un reflejo en la mesa de mármol me descubrió el sobre que había pasado inadvertido horas antes. Llevaba mi nombre. Lo abrí rasgándolo con firmeza; me divierte más que los bordes queden irregulares a usar un cortaplumas. El texto manuscrito de C. Blanco rompía la relación como un estilete afilado trasladándose a otro país. Nada nuevo, esto sí era fácil de entender sin caer en análisis compulsivos que nunca llegan al razonamiento correcto. En compensación me cedía la madriguera. Al principio me provocó náuseas. Luego pensé en todo el dinero que me iba a ahorrar en alquiler.
Imagen :: Alicia
No entendía nada, y menos que en esa estancia no hubiese relojes. ¡Por todos los diablos, estaba en la madriguera! C. Blanco vivía sometido a ellos. ¿Qué hora sería? Separé las cortinas para llegar a alguna conclusión a través de la posición del sol en el cielo pero no alcancé ninguna; me oriento mejor sobre el asfalto, aunque no demasiado. ¿Por qué olvidaría el móvil en casa? Dejé de hacer conjeturas y de echarme en cara mis manías, como la de llevar las muñecas libres de accesorios. Recogí la cazadora de cuero rojo casi al vuelo para salir como un bólido, no sin antes acercarme al espejo del recibidor para dar forma a mi peinado; temía llegar tarde al trabajo, pero no tanto.
Mientras borraba con los dedos las marcas de rímel del párpado inferior, un reflejo en la mesa de mármol me descubrió el sobre que había pasado inadvertido horas antes. Llevaba mi nombre. Lo abrí rasgándolo con firmeza; me divierte más que los bordes queden irregulares a usar un cortaplumas. El texto manuscrito de C. Blanco rompía la relación como un estilete afilado trasladándose a otro país. Nada nuevo, esto sí era fácil de entender sin caer en análisis compulsivos que nunca llegan al razonamiento correcto. En compensación me cedía la madriguera. Al principio me provocó náuseas. Luego pensé en todo el dinero que me iba a ahorrar en alquiler.
Imagen :: Alicia